viernes, 7 de marzo de 2008

Sonrisas y lágrimas


Esta mañana, con motivo del día de la mujer trabajadora, se ha organizado un acto en el instituto donde trabajo. Tristemente, lo que más ha preocupado a la directiva no ha sido el acto en sí, sino el hecho de que la delegada provincial de educación estaba invitada. La representación, un proyecto programado tiempo atrás, había sido organizada por una compañera, que invirtió bastante tiempo y esfuerzo en ella. Tras ser confirmada la presencia de la representante de la administración educativa, mi compañera fue automáticamente apartada del proyecto - no oficialmente, claro, pero nadie contó con ella para ultimar los preparativos del evento. En un par de palabras: la ningunearon. A última hora, sin embargo, han tenido la decencia de invitarla a participar.
Mi centro está ubicado en una zona deprimida y el alumnado es altamente conflictivo. Me preguntaba que cómo se las apañarían para mantener a raya durante un acto tan protocolario a un buen grupo de chavales que están acostumbrados a cagarse en tu padre sin que se les menee un pelo del flequillo. La solución por la que se ha optado ha sido radical: los han escondido. Cuando he llegado, el instituto parecía un convento; por un momento tuve la impresión de haberme equivocado de centro, pero al instante me di cuenta de lo que estaba pasando. Subí al primer piso, donde están ubicadas las aulas de la ESO, y vi al conserje más veterano patrullando pasillo arriba y abajo. Este señor, junto con la cocinera, son las personas más respetadas en el instituto. Al preguntarle, me informó de que tenía instrucciones claras de ejercer de guardia civil mientras la delegada permaneciera en el recinto y de no dejar bajar las escaleras a nadie - gitano o payo - menor de 16 años. Confiaba, me dijo, en que la representación y los discursos hubiesen acabado para la hora del recreo, porque iba a resultar muy difícil esconder a los niños durante su media hora de esparcimiento. Pero no hubo problema. Los tiempos estaban muy bien calculados y, diez minutos antes de que tocara el timbre de salida, la delegada ya se había marchado, previo posado ante las cámaras de los medios de comunicación convocados. La señora, que, presumo, deber ser conocedora de la realidad social del centro que había visitado, tuvo que salir con la impresión de haber estado de visita en casa de la familia Trapp. Y durante el recreo todo volvió a su ser: gritos, carreras, patadas, escupitajos, insultos y demás atrezzo al que estamos acostumbrados aquí.
Y a continuación, he empezado mi jornada laboral: he separado en más de tres ocasiones a críos que se peleaban, me han tirado algún trozo de borrador, he tirado algún trozo de borrador, he aguantado voces, han aguantado las mías, he puesto partes, me he quedado esperando los ordenadores que tenía reservados hacía una semana porque al señor secretario no le ha parecido oportuno acercármelos a clase ni, por supuesto, dejarme las llaves para que los cogiera yo mismo; he ido, he venido, no he enseñado, no han aprendido y así ha acabado la semana... Y unas horas antes, la delegada y los periodistas locales salían del centro sonrientes y satisfechos, saludando a Julie Andrews y a todos los von Trapp que la despedían desde el porche, sonrientes también, con una canción.


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