viernes, 16 de mayo de 2008

Locus amoenus


¡Ah, la primavera! !Qué hermoso tópico! ¡Cuánta razón tenían Wordsworth y Garcilaso! La naturaleza revienta - cada vez, eso sí, con menos brío -, y no hay nada comparable. Ni el más bello edificio de Ghery, ni los fuegos artificiales más caros, ni el mejor de los efectos digitales pueden asombrar tanto como como un bosque - un parque, incluso - recién llovido, oreándose, como un bañista, bajo los rayos de sol que, impacientes, arañan la tierra tras una tormenta. Las hojas de los árboles repasan sucesivas coreografías; el suelo bulle, cuajado de lombrices; los nidos de orugas colgados de las copas de los pinos, como entes invasores venidos de otros mundos, se abren y comienza un goteo de insectos largos y pilosos; surgen briznas de hierba de entre las grietas del pavimento y la madera quemada reverdece con brotes nuevos. El aire se limpia restaurando detalles del paisaje ocultos durante casi todo el año por el efecto moiré de la polución. Y todo empieza a oler: los estambres, los pistilos y los pétalos; la mierda mojada; el rastro de los rebaños, las veredas y las fuentes; el agua de lluvia - antes, durante y después de llover - y el agua de los charcos.
Es una delicia: si uno se abandona a esta avalancha de estímulos, se sienta frente al sol y entorna los ojos, por momentos se diluyen las hipotecas y las deudas, el trabajo, los plazos, las fechas, los gritos, los lunes...
El campo en primavera: mucho más efectivo que el Orfidal©: garantizado.